por Dr. Abel Albino

En la celebración del Bicentenario de la Independencia, los sentimientos se nos agolpan, se mezclan, se confunden. Pelean por prevalecer y permanecer. El corazón compite con la razón, y la realidad, despiadada, acecha con un amplio velo negro, tan largo y ancho como nuestra propia miseria. Los patriotas de 1816 lograron la soberanía, que es el medio para conseguir el bien común, que es, a su vez, el fin último de las sociedades humanas. Pero hoy, 200 años más tarde, la patria está enferma. Enferma de pobreza y miseria, material y moral. La desnutrición infantil es el tirano de hoy, tan procaz como invisible a los ojos de quien no lo quiere ver. No trae cañones ni fusiles, no amenaza nuestras fronteras, no tiene bandera ni uniforme. Su botín son nuestros niños, esos changuitos del interior profundo, de las barriadas hacinadas de la ciudad y de la espera en los semáforos; tan leves y frágiles como nuestra propia conciencia.

Ésta es hoy nuestra guerra de la independencia. Terminar con la desnutrición infantil nos hará plenamente soberanos, tanto a nuestra nación como a cada ciudadano que la habita. Porque la desnutrición infantil genera la única debilidad mental que se puede prevenir y revertir, y es la única creada por la inmoralidad del hombre. Un niño que muere por este flagelo fue asesinado por la indiferencia. Un desnutrido no recuperado a tiempo lo será para toda su vida. No es problema de edad: es una cuestión de tiempo. Lo que no se hizo en su primera infancia se reflejará en su limitado y atrofiado cerebro. Su discapacidad será invisible para los demás. Ése es el horror, la herencia y el drama oculto de esta patología social originada en la extrema miseria. Cada 24 horas, en esta tierra bendita nacerán seiscientos bebes en condición de pobreza. Tenemos mil días para que cada uno de ellos pueda desplegar su potencial genético para tener igualdad de oportunidades.

Luego de la firma del Acta de la Independencia, el Libertador San Martín cruzó los Andes para darnos la libertad que hoy ostentamos. ¿No será el momento de embarcarnos -como nuestros antepasados- en una gesta de similar envergadura? Honremos el legado de quienes prestaron juramento en Tucumán hace 200 años, porque, como exclamaba Borges en su poema dedicado a la patria, “somos el porvenir de esos varones, la justificación de aquellos muertos”. Podemos hacer una gran nación si todos juntos trabajamos como hermanos que somos, hijos del mismo padre Dios. Los gobiernos junto con las ONG, los empresarios, las universidades, las iglesias y la comunidad toda. En veinte o treinta años podremos decir orgullosos: “Al gran pueblo argentino, salud”. Viva la patria.

(Este texto fue publicado en las cartas de lectores del Diario La Nación el 12 de julio de 2016)